EL OTRO GOLPE DEL 11 DE SEPTIEMBRE

El 11 de septiembre es una fecha cargada de significancia histórica para Chile, incluyendo fechas clave como el asalto y destrucción del asentamiento de Santiago en 1541 por parte de fuerzas Mapuche, o la pérdida de sus edificaciones pocos años después producto de un terremoto de 1552. Mas, su referencia más común, el Golpe de Estado de 1973, ha eclipsado y oculta otro evento de nuestra historia reciente: el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1924, donde este año se cumplen 100 años. Este Golpe, liderado por un grupo de oficiales del Ejército marcó el inicio del fin del Periodo de la República Parlamentaria que comenzó tras la Guerra Civil de 1891. Sin embargo, a pesar de su importancia, este acontecimiento ha sido relegado a un segundo plano en la Memoria colectiva y en las conmemoraciones oficiales del país.

El Golpe de 1924 fue un punto de inflexión en la historia de Chile. A diferencia de otros golpes militares en América Latina, este tuvo motivaciones más complejas que el simple afán de poder y mucho más ligadas a la empatía social con la clase trabajadora. Los oficiales que participaron en él estaban insatisfechos con la inercia del sistema político y con las condiciones sociales y económicas que prevalecían en el país, principalmente la “cuestión social” de una clase trabajadora explotada, que ya había vivido las penurias de la Masacre de la Escuela de Santa María de Iquique de 1907, las consecuencias económicas de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la Pandemia de Gripe Española (1918-1920) y el Fin del Ciclo del Salitre tras la masificación del Proceso de Haber-Bosch para la síntesis de amonio al finalizar la guerra.

En dicho contexto, el presidente Arturo Alessandri, un referente carismático que había prometido reformas sociales y políticas profundas, se encontró en medio de una crisis que no pudo controlar, en un régimen político que lo tenía atado de manos ante el poder de un Congreso Nacional inmóvil, y que se agravó el 4 de septiembre de 1924 con el “Ruido de Sables”, una señal de descontento de oficiales del Ejército en pleno sesionar del Senado. Dicho acto de protesta y desobediencia militar se produjo en respuesta a la aprobación el día anterior, en segundo trámite legislativo, del aumento de la dieta parlamentaria de senadores y diputados, mientras se postergaba la votación de las leyes sociales de Alessandri.

La presión sobre la clase política se agravó cuando cada vez más oficiales del Ejército se sumaron a compeler la aprobación de dichas leyes sociales. Al día siguiente, se conformó un Comité Militar que motivó a Alessandri a negociar con el Congreso la votación y aprobación en tiempo récord, en solo dos días, de las leyes que establecían una jornada laboral de 8 horas, el fin del trabajo infantil, regularizar los contratos colectivos, una ley de accidentes laborales, un seguro obrero y la legalización de los sindicatos, entre otras leyes que beneficiaban a la ciudadanía. Sin embargo, y aunque el Congreso aprobó todas las leyes del paquete social, la confianza en la institucionalidad ya estaba rota, por lo que el Comité Militar decidió permanecer como ente de Gobierno y disolver al Congreso Nacional. Con esto, se daba un Golpe de Estado el 11 de septiembre. Alessandri presentó su renuncia a la Presidencia, pero el Comité Militar le propuso en su lugar una pausa vacacional de 6 meses, por lo que Alessandri se vio forzado al exilio sin dejar su cargo de Presidente de la República.

El Golpe llevó a la creación de una Junta de Gobierno presidida por Luis Altamirano que duraría pocos meses, cuando un contra-Golpe de Carlos Ibáñez del Campo traería de regreso a Alessandri a principios de 1925. Aunque este periodo de intervención militar fue relativamente breve, estableció un precedente peligroso: la militarización de la política. En los años que siguieron, Chile atravesó una etapa de inestabilidad que culminó en la Constitución de 1925, en un intento por parte de Alessandri de reorganizar el sistema político del país. Aunque esta Constitución fue un avance en muchos aspectos, el Golpe de Estado de 1924 dejó una huella duradera en la política chilena, evidenciando la fragilidad del sistema democrático frente a las crisis internas, y que serviría de inspiración décadas más tarde para elegir el 11 de septiembre como fecha simbólica de intervención.

Sin embargo, a diferencia de lo que sucede recurrentemente con el Golpe de Estado de 1973, el Golpe de Estado de 1924 no ha sido objeto de conmemoraciones ni de debates públicos significativos, lo que plantea preguntas sobre cómo la Memoria histórica se construye y se mantiene en la sociedad. Mientras el Gobierno actual ha invertido recursos considerables en conmemorar los 50 años del Golpe de 1973, ha habido un silencio ensordecedor en torno al Centenario del Golpe de 1924. Es entendible que el Golpe de 1973 tenga un peso emocional y político considerable; las heridas de la Dictadura son profundas y aún no cicatrizan completamente. No obstante, la omisión del Golpe de Estado de 1924 en conmemoraciones oficiales revela una preocupante tendencia hacia una Memoria histórica selectiva y fragmentada.

Esta elección arbitraria, tanto desde la izquierda como desde la derecha, evidencia una instrumentalización política de la historia, donde ciertos eventos son ocultados o minimizados para favorecer determinadas narrativas ideológicas. El Golpe de 1924, con sus profundas implicaciones sociales y políticas, resulta un caso emblemático de esta problemática, pues su complejidad y ambigüedad ideológica desafían las simplificaciones binarias que suelen caracterizar el debate histórico en Chile, donde la izquierda ve a las Fuerzas Armadas como una maquinaria al servicio de la derecha capaz de oponerse al pueblo, mientras la derecha omite que las Fuerzas Armadas alguna vez se pusieron del lado de la clase trabajadora en desmedro de un Congreso Nacional elitista.

Al ignorar este episodio, se pierde la oportunidad de analizar cómo las intervenciones militares, con motivaciones diversas y cambiantes a lo largo del tiempo, han moldeado el desarrollo institucional y la cultura política del país. Esta visión parcial y sesgada de la historia no solo distorsiona el pasado, sino que también impide una evaluación crítica de los errores y aciertos que han marcado el camino hacia una democracia más justa y equitativa. Además, al negar la complejidad y diversidad de las experiencias históricas, se perpetúa una visión reduccionista de la identidad nacional, que dificulta la construcción de un relato común y compartido. La Memoria histórica, lejos de ser un mero ejercicio de nostalgia o un instrumento de propaganda, sobre todo a manos de la izquierda, debe ser concebida como un espacio de reflexión crítica y aprendizaje colectivo, donde se reconozcan las múltiples voces y perspectivas que han conformado el pasado. Solo a través de una mirada honesta y rigurosa al pasado, podremos comprender mejor el presente y construir un futuro más democrático y equitativo.

Por Roderico Lea

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