Gobierno de alto riesgo

La ciudad de la furia hoy resuena en plural tras las cifras y los peritajes. Hay homicidios y crímenes por doquier. “Me verás caer” y contar muertos en distintas ciudades chilenas. La crisis de seguridad llegó para quedarse, con alzas y detalles escabrosos; la sensación de inseguridad se vive día a día, las balaceras se normalizaron y las mesas de trabajo no sirven ante la problemática de violencia social, guste o no, está desbordada y requiere de medidas de fuerza ejemplares, no de retórica, mesas ni políticos en los matinales. “Ya no hay fábulas en la ciudad de la furia”, hay violencia, crueldad, maldad, muertos a mansalva. El derecho a la vida está en riesgo en manos de la cultura de la muerte.

La violencia genera efectos negativos en la convivencia social, ya no es un fenómeno puntual y ha sobrepasado al gobierno de turno. En rigor, los tiempos violentos son multicausales y en ningún caso se solucionará de un día para otro. Cabe señalar, que no es un problema exclusivo del gobierno del Frente Amplio (FA), pero, esta generación gobernante tiene tejado de vidrio en relación a la violencia social. Hoy, es la principal problemática y temor del ciudadano común corriente, ese que no tiene escoltas ni vive en las comunas más seguras ni barrios exclusivos. Desgraciadamente, hemos aprendido a convivir con la violencia en sus distintas expresiones, con problemas de arrastre y recetas fracasadas (leyes), con personeros e intelectuales que relativizan y justifican la violencia desde sus escritorios, la consideran lucha social y una consecuencia de la desigualdad del “sistema”. La violencia desbordada es una pandemia social de alto riesgo.

En distintas partes de la franja desfilan caravanas de la muerte, ese último adiós de narcos y delincuentes con disparos, estruendos e impunidad. Un recorrido violento por las calles de distintas ciudades “sin dios ni ley”, un grupo concertado con alardes de armas y drogas a “vista y paciencia” y a “plena luz del día” (todos los lugares comunes para describir lo que ocurre quedan cortos). El cortejo fúnebre cuenta con escolta policial hasta el cementerio. Los disparos acompañan al héroe popular, en el entorno los prontuarios se reúnen, cual conjunción astronómica digna de presenciar. Todo el recorrido fúnebre obliga al resto de la comunidad a resguardarse, ya que el funeral es de alto riesgo para los ciudadanos comunes y corrientes, con clases suspendidas y otras rutinas alteradas ante el paso de la manada que transmite en vivo. Durante todo el recorrido opera la ley del más fuerte, en paralelo, se discute el proyecto de ley en relación a los funerales descritos. El narco se despide de lo terrenal en su estilo, unos pocos violentan la convivencia de la mayoría. La narcocultura está instalada al ritmo de peso pluma.

A pocas cuadras, otros entonan cánticos y estampan sus grafitis. La violencia lleva años en un evento masivo, ya no es del todo seguro ir al estadio y los protocolos existentes del plan son insuficientes. Tenemos que convivir con partidos de fútbol de alto riesgo debido a las posibles afectaciones en la comunidad aledaña y en la “seguridad de las personas”, un eufemismo ante la violencia instalada en los estadios y alrededores. Más allá de lo protocolar, las barras y grupos de choque “hacen y deshacen”, lo deportivo queda en segundo plano, son hinchas con códigos tribales y carcelarios. Este fenómeno no es nuevo, el barrista violento ha pasado por distintas facetas y justificaciones, fueron vistos como luchadores sociales y referentes durante “el estallido”, olvidando el matonaje y violencia entre pares e inocentes no sólo durante el día del partido. Las barras son una expresión más de la violencia en sus barrios y parte de la narcocultura. Unos pocos se tomaron los espacios sociales y deportivos, no respetan a nadie y no temen las consecuencias legales ni al gobierno de turno.

Los casos descritos en funerales y estadios no son sensaciones de inseguridad, son ejemplos reales de la violencia social instalada. Hay más ejemplos del avance de la violencia en colegios, recintos de salud y poblaciones, espacios en los cuales las balaceras ya no son una novedad. El gobierno del FA convive con la violencia, a pesar de sus titubeos tiene el deber legal y moral de combatirla. Paradójicamente, la violencia ha estallado en sus caras y no la pueden evadir. El Presidente Boric ha tomado la palabra, reconoce que la sensación de inseguridad existe y “limita el ejercicio de derechos básicos”. Sin seguridad no hay democracia ni convivencia social; la violencia se ha enquistado en la sociedad chilena, es una crisis compleja de abordar, va acompañada de otras sensaciones: anomia, impunidad e indolencia.

Los gobernantes y legisladores rasgan sus vestiduras y ofrecen soluciones mágicas en tiempos electorales que francamente agotan y reflejan desconexión con los problemas reales. En la calle, los invisibles de siempre sin rodeos piden: “mano dura”, más atribuciones a las policías y, militares en puntos clave de las ciudades. Piden hechos más que palabras. El Presidente ha manifestado su disposición a pelearse con “los delincuentes” tras los cuestionamientos transversales sobre su gestión política, la última vez que lo vimos pelear fue en su etapa de diputado, al momento de interpelar a un militar que custodiaba la ex plaza dignidad. Es de esperar, que combata la violencia con todas las atribuciones del cargo y respete el mandato constitucional, de lo contrario, no es arriesgado considerar al gobierno frenteamplista uno de alto riesgo debido a las afectaciones e inseguridades que padecen los ciudadanos sin escoltas ni privilegios. La violencia se condena y se combate siempre, no se justifica bajo el eufemismo de “estallido social”, ni se titubea frente a la dictadura de alto riesgo del apocalíptico Maduro en su ciudad de la furia y fraude electoral.

Rodrigo Ojeda – Profesor de Historia

Autor de la Columna

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